No quiero ser como los demás, pero me muero si no encajo: el dilema adolescente de hoy

No quiero ser como los demás, pero me muero si no encajo: el dilema adolescente de hoy
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Hay un momento de la adolescencia, en algún punto entre los 12 y los 17 años, en el que el espejo se convierte en juez, el grupo en tribunal, y uno mismo en sospechoso.

Es esa edad extraña en la que alguien puede decir con total convicción: “No quiero ser como los demás”, y al mismo tiempo sentir que si no pertenece, se desmorona. Surge un gran deseo por pertenecer al grupo de amigos. Una contradicción brutal. Pero absolutamente real. ¿Cómo entenderla y gestionarla?

La paradoja de ser único y pertenecer

Los adolescentes de hoy, más que nunca, viven en una cuerda floja entre la autenticidad y la aceptación social. Se les dice: “Sé tú mismo”, pero también: “Si no te pareces a los demás, te quedas fuera”. Y aunque parezca una exageración, para un adolescente quedarse fuera puede sentirse como dejar de existir.

Este fenómeno ha sido descrito por psicólogos como la tensión entre diferenciación y afiliación. Según el estudio de Sebastian, Viding et al. (2010), publicado en Trends in Cognitive Sciences, durante la adolescencia el cerebro muestra una mayor sensibilidad a la aceptación o rechazo social, especialmente en áreas como la corteza prefrontal medial y la amígdala.

El mensaje que reciben los adolescentes es el siguiente; “Sé tú mismo”, pero también: “Si no te pareces a los demás, te quedas fuera”.

Es decir, hay un cambio neurológico que hace que “encajar” no sea simplemente un deseo, sino una necesidad biológica.

Y no solo eso. En un estudio más reciente, de Nesi y Prinstein (2015), publicado en Developmental Psychology, se evidenció cómo el uso de redes sociales potencia esta tensión. Allí, el “ser diferente” se castiga con invisibilidad, mientras que el “ser como todos” ofrece validación en forma de corazones, likes o fueguitos.

¿Mostrar autenticidad o evitar el riesgo al rechazo?

Pongamos un ejemplo. Marta tiene 14 años. Le apasiona la moda vintage, pero en su instituto todas las chicas llevan el mismo uniforme no oficial: vaqueros rotos, sudaderas crop, y zapatillas blancas. 

El día que se atrevió a llevar unos pantalones verdes de campana, su grupo le soltó: “¿Vienes disfrazada de abuela hippie?”. Rieron. Ella también. Pero no volvió a ponérselos.

Esto no es una anécdota cualquiera. Es la vivencia diaria de miles de adolescentes que se debaten entre mostrarse como son o evitar el riesgo del rechazo. La ropa, el peinado, los hobbies, la música que escuchan… Todo se convierte en territorio político.

Por qué duele tanto no encajar

Porque en la adolescencia se está construyendo el “yo”, la identidad. Y ese yo necesita validación externa. No es dependencia emocional: es evolución. El grupo funciona como un espejo: si no me reflejo en nadie, ¿cómo sé quién soy?

Por eso, el aislamiento en estas edades no solo genera tristeza, sino desorientación identitaria. De hecho, según datos del informe Health Behaviour in School-aged Children (HBSC, OMS, 2022), uno de cada cuatro adolescentes afirma sentirse “fuera de lugar” al menos una vez por semana, y este sentimiento se asocia con niveles más altos de ansiedad, insatisfacción corporal y baja autoestima.

El precio de la hiperindividualidad

Vivimos en una cultura que glorifica la originalidad. “Sé tú mismo”, “sé auténtico”, “rompe moldes”… Pero nadie dice que, cuando lo haces, puedes quedarte solo.

En la adolescencia, donde la exclusión duele como una quemadura, esto genera una presión brutal. Si me muestro tal cual soy, corro el riesgo de ser invisible. Si me mimetizo, dejo de ser yo.

Y aquí está el dilema. Querer destacar, pero tener miedo de brillar demasiado. Buscar identidad, pero temer perder la pertenencia... Ser uno mismo, sin quedarse solo.

Y entonces ¿qué hacemos?

No hay una receta mágica. Pero hay algo profundamente reparador cuando un adulto significativo —madre, profesor, terapeuta, vecino— valida esa contradicción. Cuando, en vez de decir “sé tú mismo y ya está”, se sienta al lado y dice: “Sé tú, pero entiendo que tengas miedo de no gustar”.

Ayuda muchísimo también nombrar esa tensión, hablar de ella, leer libros donde otros adolescentes se sientan igual. Escribir, dibujarla, bailarla. Sacarla del cuerpo. Porque lo que no se nombra, se enquista.

También funciona fomentar grupos donde se respete la diferencia. No hace falta que todos se vistan igual o piensen lo mismo. Basta con un entorno donde haya al menos una mirada que diga: “Qué guay que seas así”.

Acompañar la contradicción y el miedo

La adolescencia no es el caos. Es una especie de baile complicado entre querer pertenecer y querer ser. Un adolescente que dice “no quiero ser como los demás, pero me muero si no encajo” no está confundido. 

Está construyéndose. Y como toda obra de arte, tiene momentos de duda, de borrones y de belleza. Entonces, acompañémosles ahí, sin exigirles claridad ni aplausos. Solo presencia, escucha y ese tipo de mirada que no juzga, sino que abraza.

Foto | Portada (Freepik)

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