Hay un momento curioso en la crianza: aquel en el que nuestro hijo o hija deja de ser “nuestro pequeño” y empieza a ser alguien que nos mira con ojos nuevos, más críticos, más intensos, más… adultos.
A veces nos cuesta verlo. Seguimos hablándoles con la misma condescendencia, los mismos diminutivos, las mismas explicaciones simplificadas, como si aún fueran niños de primaria. Sin darnos cuenta, ojo. Pero ellos ya no están ahí. Y lo perciben.
Hablarle a un adolescente como si fuera un niño puede parecer inofensivo, incluso tierno, pero en realidad puede erosionar su autoestima y alejarnos de su mundo interior. En este artículo hablamos de tres errores frecuentes que cometemos sin darnos cuenta… y cómo empezar a cambiar el lenguaje para acercanos a ellos.
1) Subestimar su capacidad de comprensión (y de sufrimiento)
Muchos padres, con la mejor intención, simplifican demasiado las conversaciones difíciles: “No te preocupes por eso, ya se te pasará” o “Eso no es tan importante”. Creen que, al hacerlo, protegen a su hijo o hija. Pero los adolescentes tienen una capacidad emocional y cognitiva mucho mayor de lo que solemos reconocer.
En esta etapa su cerebro –especialmente la corteza prefrontal y el sistema límbico– está en plena ebullición. Sienten con una intensidad brutal y, aunque aún están aprendiendo a regularse, comprenden perfectamente conceptos complejos como la injusticia, la soledad o el fracaso.
- Ejemplo:
Ana, de 15 años, llega llorando porque una amiga la ha excluido de un grupo de WhatsApp. Su madre, queriendo calmarla, responde: “No es para tanto, ya tendrás más amigas”. Para Ana, esa frase minimiza su dolor. Lo que necesita es alguien que valide su emoción: “Debe doler mucho sentirse fuera, ¿quieres hablar de cómo te ha hecho sentir?”.
- Claves para evitarlo:
Habla con la misma honestidad que usarías con un adulto joven. Pregunta en lugar de asumir. Escucha más que aconsejar. Reconoce sus emociones sin juzgarlas.
2) Hablarles desde el “modo infantil” (y no desde el respeto entre iguales)
Es fácil caer en un tono de voz aniñado, usar motes de la infancia o dar órdenes como cuando tenían ocho años: “Ponte la chaquetita, cariño” o “Recoge ahora mismo, que eres un desastre”. Este tono transmite un mensaje implícito: “No confío en que puedas actuar como alguien responsable”.
Lo que muchos adolescentes escuchan es: “Aún no te veo como alguien capaz”. Y eso puede despertar rebeldía o, peor, resignación.
- Ejemplo:
Carlos, de 16 años, está tumbado en la cama mirando el móvil. Su padre entra y dice con tono autoritario: “Venga, levántate, no seas vago, recoge tu cuarto ya”. Carlos se gira y le suelta: “¡No me hables como si tuviera cinco años!”. La tensión crece. En cambio, un: “¿Puedes dejar un momento el móvil? Necesito que hablemos de cómo mantener la habitación en orden” invita a la colaboración desde el respeto.
- Claves para evitarlo:
Usa un lenguaje adulto, evita diminutivos y expresiones despectivas. Habla desde la horizontalidad, no desde la autoridad rígida.
3) Asumir que “aún no saben” lo que sienten o quieren
Muchos padres siguen tomando decisiones por sus hijos adolescentes como si no fueran capaces de opinar o de equivocarse. El clásico: “Tú aún no sabes lo que te conviene” o “Haz lo que te digo porque soy tu madre/padre”.
Pero a esta edad, lo que más necesitan es practicar la autonomía y que alguien confíe en su capacidad de decidir… incluso aunque se equivoquen.
- Ejemplo:
Sofía quiere estudiar Bellas Artes, pero su padre insiste: “Eso no tiene salida, mejor haz Derecho”. Al no escucharla, Sofía puede dejar de compartir sus sueños. ¿Y si en lugar de imponer, preguntamos?: “¿Qué es lo que más te atrae de Bellas Artes? Cuéntame cómo te imaginas en unos años”.
- Claves para evitarlo:
Ofrece guía, pero no impongas. Pregunta su opinión antes de dar la tuya. Ayúdales a reflexionar sobre pros y contras, sin arrebatarles la posibilidad de elegir.
Un cambio de mirada: de “niños grandes” a “adultos jóvenes”
Tratar a los adolescentes como niños pequeños es cómodo, pero injusto. Ellos están en un proceso de construcción de identidad, aprendiendo a ser ellos mismos en un mundo complejo.
Necesitan que les hablemos como personas en transición hacia la adultez: con respeto, con confianza y con una escucha auténtica.
Porque aunque sigan dejando calcetines tirados o se olviden de sacar la basura, su mundo interno ya es el de alguien que piensa, ama, sueña y sufre con la misma intensidad –o más– que nosotros. Y eso merece un lenguaje que los reconozca y que los vea.
Foto | Portada (Freepik)
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