Hay niños que, cuando juegan, parecen disfrutar más viendo sonreír al otro que ganando ellos mismos. A veces sueltan un “venga, te dejo ganar” o simplemente bajan el ritmo para no incomodar.
Desde fuera puede parecer un gesto sin importancia, incluso tierno, pero detrás de esa decisión hay mucho más de lo que parece: empatía, autoestima, necesidad de aceptación o incluso miedo al rechazo. En realidad, la forma en que un niño juega es un espejo de su mundo interior.
Jugar no es solo jugar: es un lenguaje emocional
El juego es la primera escuela social del niño. En él experimenta cómo se siente ganar, perder, negociar, cooperar, frustrarse y volver a intentarlo. Pero también aprende qué hacer para ser querido o aceptado. Cuando un niño decide dejar ganar a otro, no está actuando al azar: está respondiendo a una emoción concreta o a una necesidad psicológica.
A veces lo hace por pura empatía —“veo que el otro se enfada y quiero que se sienta mejor”—, y otras por miedo —“si gano, se enfadará conmigo y no querrá jugar más”–.
En ambos casos, el gesto revela algo importante: el niño está leyendo el estado emocional del otro y adaptando su comportamiento para mantener la relación. Y eso, desde la psicología del desarrollo, es un indicador de alta sensibilidad social.
Cuando cede por empatía (y eso es bueno)
Hay niños que, al ver que su compañero se frustra o llora, bajan la intensidad del juego para no herirlo. Lo hacen por pura compasión, sin cálculo. Esa capacidad de ponerse en el lugar del otro es uno de los pilares de la inteligencia emocional.
- Un ejemplo: una niña de seis años juega al dominó con su hermano pequeño. Nota que él empieza a enfadarse y dice con naturalidad: “te dejo poner dos seguidas, así ganas tú”. No lo hace porque no sepa competir, sino porque prioriza el bienestar emocional del otro.
En estos casos, dejar ganar no significa debilidad, sino madurez emocional temprana. Es la muestra de que el niño entiende que los vínculos importan más que los resultados.
Cuando cede por miedo (y eso hay que observarlo)
Sin embargo, no siempre este gesto nace de la empatía. Algunos niños ceden para evitar conflictos, críticas o rechazo. Si el pequeño siente que solo es querido cuando complace o no molesta, es probable que empiece a moldear su comportamiento para gustar a los demás.
Esto puede parecer inofensivo, pero con el tiempo puede traducirse en una tendencia a reprimir sus deseos, su competitividad o su voz.
Un niño que deja ganar porque teme que el otro se enfade está priorizando la armonía sobre su autenticidad. En la edad adulta, esto puede derivar en patrones de complacencia o miedo al conflicto. Por eso, los adultos debemos acompañar estos comportamientos con curiosidad, no con juicio: “¿Por qué crees que querías que él ganara?”.
Empatía y autoanulación: la fina línea
En psicología infantil, el contexto lo es todo. No es lo mismo un gesto puntual de generosidad que un patrón repetido de sumisión. El primer caso fortalece el vínculo y enseña cooperación; el segundo, en cambio, puede esconder una necesidad de aprobación constante.
El reto para madres, padres y educadores está en diferenciar cuándo el niño elige libremente y cuándo actúa por miedo. Si lo hace con alegría y autonomía, es empatía. Si lo hace con ansiedad o resignación, probablemente hay un desequilibrio emocional que necesita atención.
Cómo acompañarlo desde casa (sin arruinar la magia del juego)
No se trata de corregir ni de decirle “no dejes ganar nunca”, sino de enseñarle a identificar por qué lo hace. A veces basta con observar juntos:
—“¿Qué te gustó más, ganar o ver que tu amigo estaba contento?”
—“¿Y cómo te sentiste tú cuando perdiste antes?”
Estas preguntas fomentan la autorreflexión emocional, una habilidad esencial para construir una autoestima sana.
Y si notas que siempre cede, que evita competir o se disculpa por ganar, es momento de reforzarle su derecho a brillar: que puede ganar sin perder cariño, y que ser amable no significa desaparecer.
Dejar ganar no es perder
Cuando un niño deja que otro gane, no siempre está renunciando a algo. A veces está mostrando la mejor versión de sí mismo: la empática, la generosa, la que sabe que los vínculos valen más que las victorias. Pero si lo hace para no molestar o para no quedarse solo, entonces su gesto es una llamada silenciosa a ser visto y comprendido.
Porque, al final, cada partida infantil es un pequeño laboratorio emocional donde el niño aprende quién es, cómo se relaciona y cuánto cree valer. Y ahí, más que en el resultado, está la verdadera lección del juego.
Foto | Portada (Freepik)
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