
Imagina la siguiente escena: te encuentras a tu hijo felizmente pintando en la mesa sin darse cuenta de que la está ensuciando toda. Manchas por todos lados... Y tú te enfadas mucho. El neuropsicólogo Álvaro Bilbao hace una reflexión sobre situaciones así en un reel de instagram.
Según él, preocuparse mucho por las cosas puede ser un síntoma de salud mental frágil. Y afirma que las personas con una buena salud mental se preocupan más por las personas que por las cosas. "Tendemos a dar mucha importancia al orden y los objetos y a angustiarnos por cosas que realmente son irrelevantes, pero eso es un rasgo obsesivo", asegura.
Explica que disfrutar solo cuando todo está ordenado no es disfrutar, es un mecanismo que te permite sentir alivio cuando todo está bajo control, posiblemente porque alguien en tu familia se ponía muy nervioso con el desorden; entonces, el orden te hace sentir seguro.
Álvaro asegura que: "Esa mancha en la mesa puede ser una gran oportunidad para sentarte con tu hijo y enseñarle que puedes disfrutar de la vida. Haciendo eso le estarás enseñando también que puede reparar sus errores, que no tiene que tenerlo todo controlado, y lo más importante de todo: que él es más importante para ti que esa mesa."
Más conexión y menos control
Y es que, en realidad, cada mancha, cada pequeño caos cotidiano, es una puerta abierta a una crianza más humana y consciente. Cuando eliges respirar hondo en vez de gritar, cuando eliges ver la escena con ojos de conexión y no de control, estás haciendo algo profundamente transformador: estás diciéndole a tu hijo que el amor no depende del resultado, ni del orden, ni de que todo salga "bien".
Porque al permitir que se manche la mesa sin que eso rompa la armonía, le estás enseñando que los errores no son un drama, sino parte de la experiencia. Que equivocarse no lo convierte en malo, ni a ti en un mal padre o madre, sino en personas reales, con emociones, límites… y oportunidades para aprender juntos.
Poner límites pero siendo permisivos
Además, ser un poco más permisivos no significa renunciar a los límites, sino elegirlos con intención. Un límite impuesto desde el miedo ("¡mira cómo has dejado esto!") no enseña tanto como uno puesto desde la calma ("cuando acabes, te ayudo a limpiarlo").
Porque cuando priorizas el vínculo por encima de la perfección, estás sembrando seguridad emocional. Y eso es oro.
Los niños no necesitan padres perfectos. Necesitan adultos que les enseñen a vivir, no solo a comportarse. Y a veces, vivir implica manchar la mesa, perder el control… y reírse después mientras limpiáis juntos. Ahí es donde está la verdadera educación emocional. Y la infancia feliz que todos querríamos recordar.
Foto | Portada (Montaje; Álvaro Bilbao + Freepik)