Hay frases que no se dicen en voz alta, pero que los niños escuchan igual. No por el oído, sino por el corazón. “Qué tonta soy”, te susurras mientras buscas las llaves por quinta vez.
“Con este cuerpo, ¿quién va a quererme?”, piensas frente al espejo, con tu hijo jugando a tu lado. “Siempre lo hago mal”, mascullas tras servir la cena con un poco de culpa por no haber cocinado más sano.
No nos damos cuenta, pero nuestros hijos sí. Porque la forma en la que nos hablamos a nosotros mismos es, muchas veces, la primera clase de autoestima que les damos. Y no desde la teoría, sino desde la práctica. Somos su manual de instrucciones para quererse. O para no hacerlo.
El efecto espejo
Cuando hablamos de crianza, solemos centrarnos en cómo les hablamos a ellos. “Sé valiente”, “Confía en ti”, “No pasa nada si te equivocas”. Pero ¿qué ocurre cuando ese mismo niño o niña ve a su madre frustrarse por no llegar a todo o a su padre criticar su reflejo en cada foto?
Ahí es donde aparece el efecto espejo. No como un concepto místico ni una metáfora rebuscada, sino como una realidad humana: los niños aprenden a tratarse como ven que tú te tratas.
Y no, no hace falta que lo digas alto. Basta con que se te escape una mueca de desprecio frente al espejo, o que te disculpes por ser “un desastre”, aunque estés agotada. Ellos están afinando su mirada del mundo… y de sí mismos. A través de ti.
El espejo no miente (aunque duela)
Una madre me decía en consulta: "Yo siempre le digo a mi hija que se quiera tal como es, pero luego me ve llorar cuando no me entra un pantalón. ¿Eso influye?"
Sí. Mucho más de lo que creemos. Porque los niños son espejos, sí. Pero espejos mágicos. No devuelven solo tu reflejo: lo absorben, lo reinventan y lo convierten en parte de su identidad.
Si te ven tratarte con dureza cuando cometes errores, asumen que equivocarse es algo vergonzoso. Si te ven despreciar tu cuerpo, aprenden que hay que cumplir ciertos estándares para merecer amor.
Y lo más curioso es que ese aprendizaje no es inmediato ni racional. Es emocional. Y se queda grabado en la piel como una tinta invisible.
Cambiar la narrativa: no para ser perfecta, sino para ser real
No se trata de fingir que todo está bien. Se trata de mostrar que te estás tratando con compasión incluso cuando no lo está.
En lugar de decirte “soy un desastre”, puedes decir “hoy me siento desbordada, pero lo estoy intentando”. En vez de “qué mal me queda esta ropa”, prueba con “mi cuerpo cambia, y me cuesta aceptarlo a veces, pero sigo siendo yo”.
No es solo semántica, es una revolución interna que, sin darte cuenta, se convierte en su semilla de autoestima. ¿Sabes cuál es la parte más bonita? Que cuando empiezas a tratarte con más cariño por el bien de tu hijo… algo se mueve dentro de ti también. Porque en esa mirada compasiva hacia ti misma, terminas encontrándote. De verdad.
Un ejemplo
Tu hijo rompe un vaso y se queda paralizado. Antes de decirle nada, tú susurras:
—Soy una torpe, se me ha caído mil veces también.
Tu hijo respira. Aprende que no tiene que ser perfecto. Que equivocarse no borra el amor. Y tú, sin darte cuenta, acabas de romper una cadena que llevaba generaciones repitiéndose.
Criar también es sanarse
A veces creemos que estamos enseñando a nuestros hijos a ser mejores. Pero lo que realmente hacemos, cuando lo hacemos bien, es aprender con ellos a mirarnos con más ternura.
Así que la próxima vez que te hables a ti misma, pregúntate: ¿Cómo me gustaría que mi hijo se hablara cuando tenga un mal día? Y empieza por ahí. Por ti. Porque tú eres su primer espejo. Y también el más potente.
Foto | Portada (Freepik)
Ver 0 comentarios