A veces hay niños que, por diferentes motivos, empiezan a fijarse en lo que hacen los demás: cómo leen, cuánto corren, qué opinan, qué consiguen... Ese instante marca un antes y un después. De repente, ya no se miran solo a sí mismos, sino que se colocan en un mapa donde otros parecen más rápidos, más hábiles, más “algo”. Y ahí nace la comparación.
Si estás aquí, seguramente lo has visto: ese gesto de desánimo, esa frase suelta —“ellos lo hacen mejor que yo”— que se queda flotando en el aire y en tu pecho.
Acompañarle en ese proceso no consiste en convencerle de que es “el mejor”, sino en ayudarle a descubrir que su valor no depende de un ranking. Que su brillo existe… y es suyo. Pero, ¿qué hay detrás de las comparaciones? ¿Cómo ayudarles?
Por qué los niños se comparan, desde la psicología
Antes de nada es importante entender que todos nos comparamos, también los niñios; es inevitable. Según la Teoría de la Comparación Social, propuesta por el psicólogo Leon Festinger en 1954, los seres humanos tienen una necesidad innata de evaluarse a sí mismos, de conocer sus propias capacidades, actitudes y emociones.
Y como no siempre disponemos de estándares objetivos para hacerlo, solemos compararnos con los demás para obtener información sobre quiénes somos y cómo nos estamos desempeñando. Así también operan los niños. De esta forma, compararse no es un fallo de carácter; es un mecanismo natural.
Forma parte de cómo los niños aprenden a ubicarse en un mundo social complejo. Pero cuando esa comparación empieza a doler o a convertirse en un hábito, suele haber motivos de fondo —y entenderlos cambia completamente la manera de acompañar.
La etapa evolutiva: cuando se abre el espejo social
A partir de los 7 años, los niños desarrollan una capacidad nueva: ya no se definen solo con adjetivos internos (“soy simpático”, “me gusta dibujar”), sino comparándose externamente (“dibujo peor que Lucía”, “leo más lento que Marcos”).
No es inseguridad sino crecimiento. Pero este crecimiento trae un filtro distorsionado. Muchos se fijan únicamente en los más competentes del grupo, como si sus compañeros fueran siempre la referencia y ellos, automáticamente, “menos”.
La sensación de competencia (o de falta de ella)
A los niños no les preocupa ser perfectos, pero sí sentirse capaces. Cuando perciben que algo les cuesta más que a otros —matemáticas, fútbol, hablar en público...— su mirada hacia sí mismos se vuelve más crítica. No se miden por lo que han avanzado, sino por lo que creen que “deberían” llegar a hacer.
Pasa, por ejemplo, cuando un niño que ha mejorado muchísimo en lectura sigue sintiéndose inferior solo porque otro termina el libro antes.
Notas, medallas, velocidad, “quién lo hace mejor”. A veces, sin querer, los niños viven rodeados de mensajes que sugieren que el valor depende del rendimiento visible. Incluso pequeños comentarios —“qué rápido lo ha hecho tu primo”— funcionan como espejos que ellos no saben interpretar sin hacerse daño.
Cómo ayudarle a mirar su propio brillo
1) Comprender y nombrar le emoción
Lo primero no es animarle, sino entender qué siente cuando se compara. ¿Es tristeza? ¿Vergüenza? ¿Miedo a decepcionar? A veces basta con preguntarle, sin prisa:
—“Cuando dices que los demás lo hacen mejor, ¿qué pasa dentro de ti?”
Nombrar la emoción es como abrir una ventana en una habitación cerrada: entra aire y claridad.
2) Cambiar el “cómo soy” por el “qué estoy aprendiendo”
Los niños suelen convertir la comparación en identidad: “soy malo en esto”. Tu papel es acompañarle a cambiar la pregunta. No quién es, sino qué está construyendo:
—“No se trata de si eres mejor o peor. La pregunta es: ¿qué estás descubriendo? ¿Qué pasito has dado hoy?”
Ese pequeño giro mental evita que se defina desde la escasez.
3) Mostrar que el proceso también cuenta
Un niño que solo ve resultados ajenos imagina que los demás nacen sabiendo. Por eso es tan potente mostrarles tu propio proceso (y el suyo): tus borradores, tus errores, tus intentos.
Cuando ven que tú también tropiezas, que tú también necesitas tiempo, entienden que solo están aprendiendo.
4) Ampliar su identidad más allá del rendimiento
Un niño no es solo sus notas, su letra o su velocidad corriendo. Ayúdale a descubrir aspectos de sí mismo que no suelen aparecer en la comparación: su humor, su sensibilidad, su creatividad, su manera de cuidar, su empatía...
Es como encender las luces en zonas de su identidad que nunca había mirado.
Cuando un niño descubre su brillo, deja de temer el de los demás
Acompañar a un hijo que se compara no es corregirle: es darle una mirada nueva. Una mirada que no mide, sino que comprende; que no exige, sino que acompaña; y que le enseña que su valor no depende de parecerse a nadie.
Y, cuando eso ocurre, empieza a caminar hacia sí mismo sin miedo a quedarse atrás. Porque detrás de cada niño que se compara, hay un niño que solo quiere sentirse suficiente. Y tú puedes ser esa voz que le recuerde algo esencial: Tu brillo no se apaga porque otros brillen. Tu brillo es tuyo.
Foto de portada | Imagen de Freepik
Ver 0 comentarios