Quiero que sea feliz, pero no puedo evitar sobreprotegerlo: cómo evitar transmitirles nuestros miedos a los hijos

Quiero que sea feliz, pero no puedo evitar sobreprotegerlo: cómo evitar transmitirles nuestros miedos a los hijos
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“Mamá, ¿puedo subir al tobogán más alto?” Y ahí está: el corazón se encoge, los músculos se tensan, la imagen de una caída aparece como un flash en la mente. La respuesta lógica sería un “sí, claro”, pero por dentro algo grita: “¡No, es muy peligroso!”.

Es natural. Proteger es instintivo. Pero, ¿qué pasa cuando proteger se convierte en sobreproteger? ¿Y qué ocurre cuando nuestros propios miedos —a que sufran, se equivoquen o se caigan— acaban formando parte de su manera de ver el mundo?

El miedo que se hereda sin palabras

Un estudio dirigido por la psicóloga Susan Bögels (2010, Clinical Child and Family Psychology Review) reveló que los padres con altos niveles de ansiedad tienden a transmitir, sin darse cuenta, sus temores a sus hijos, especialmente mediante conductas de control excesivo.

No hace falta hablar mucho: basta una mirada nerviosa, una advertencia repetida, un “¡ten cuidado!” antes de tiempo.

Los padres con altos niveles de ansiedad tienden a transmitir, sin darse cuenta, sus temores a sus hijos mediante conductas de control.

Los niños aprenden por observación y por osmosis emocional. Si papá se sobresalta cada vez que tropiezan, si mamá les repite que algo “da miedo”, el mensaje que les llega no es solo protección, sino: “el mundo es peligroso, mejor no intentes demasiado”.

¿Qué hay detrás de la sobreprotección?

La sobreprotección no es debilidad, ni tampoco un fallo educativo. Muchas veces nace de lo más noble: el deseo de que sean felices. De querer evitarles lo que a nosotros nos dolió. De no repetir lo que vivimos.

Pero ese deseo, cuando se convierte en escudo permanente, no enseña a vivir: enseña a evitar. Y evitar, en la infancia, significa no entrenar habilidades esenciales como la tolerancia a la frustración, la confianza o el aprendizaje por ensayo y error.

La investigadora Wendy Grolnick, en un estudio del 2002 publicado en el Journal of Personality and Social Psychology, identificó que los niños que crecían en entornos controladores tenían más probabilidad de experimentar ansiedad y menos sensación de competencia personal. En otras palabras, no creían en su capacidad para afrontar lo que la vida les traía.

Un ejemplo cotidiano

Imagina a Nora, madre de Leo, de 5 años. Cada vez que Leo intenta verter su vaso de leche solo, Nora salta: “¡Déjame a mí, que lo vas a tirar!”. Un día, decide contenerse. Deja que Leo lo haga. Se derrama, claro. Pero Leo lo limpia con una servilleta, sonríe y dice: “Ya está. Lo he hecho”.

Ese gesto, pequeño pero valiente por parte de ambos, es un acto de confianza. Un mensaje invisible que dice: “puedes hacerlo, incluso si te equivocas”.

Cómo no transmitir nuestros miedos sin dejar de cuidar

No se trata de soltar sin más. Tampoco de ser temerarios. Se trata de regularnos a nosotras, a nosotros mismos, para no cargar sobre sus hombros lo que aún no les corresponde.

Aquí algunas ideas para empezar:

1) Ponle nombre a tu miedo… pero no lo hagas suyo

Puedes pensar: “Me da miedo que se caiga del columpio porque a mí me pasó”, pero no hace falta decirle: “No subas, es peligroso”. Puedes acompañar desde la distancia y confiar.

2) Cambia el “ten cuidado” por el “confío en ti”

Esto no es solo semántica. Cambiar el lenguaje cambia la manera en la que interpretan el mundo. Un “¿cómo piensas hacerlo?” estimula su pensamiento, no su miedo.

3) Haz balance entre seguridad y autonomía

Sí, pueden llevar casco, mirar a ambos lados antes de cruzar… pero también pueden correr, ensuciarse, explorar, equivocarse. Porque ahí crecen. No en la zona segura, sino en la zona templada del “casi me sale”.

4) Trabaja tus propios miedos (sin culparte)

No se trata de eliminar el miedo, sino de observarlo con curiosidad. ¿Es tuyo o suyo? ¿Es actual o viene de lejos? En ocasiones, trabajar estos patrones en terapia puede ser el mayor regalo que le hacemos a nuestros hijos.

¿Felicidad o fortaleza?

Queremos que sean felices. Pero la felicidad no se construye evitando todo lo que podría salir mal, sino dándoles herramientas para levantarse cuando inevitablemente algo lo haga.

Y a veces, la mejor forma de amar no es proteger… sino confiar. Confiar en su capacidad. En su curiosidad. En su derecho a equivocarse. Porque ahí, justo ahí, es donde se encuentra la semilla más poderosa: la autonomía emocional.

Foto | Portada (Freepik)

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