La falta de apetito y la enfermedad suelen ir cogidas de la mano

La falta de apetito y la enfermedad suelen ir cogidas de la mano
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Es habitual que cuando una madre trae a su hijo/a al pediatra diga los síntomas, que se encuentra mal, dónde le duele o qué le ve y que, como segunda duda, pregunte sobre el apetito, porque "además, parece que últimamente no come demasiado bien".

A ese segundo reclamo se le suele responder con un "claro, está malito/a, es normal que no tenga demasiada hambre", y a veces nos dicen "ya, pero es que esto es de antes de la enfermedad", y sin embargo la razón suele ser la misma, incluso cuando vino antes la pérdida de apetito. Y esto sucede porque la falta de apetito y la enfermedad suelen ir cogidas de la mano.

La disminución del hambre como aviso de la enfermedad

En el año 1939, Clara M. Davis presentó un estudio que debería haber cambiado las recomendaciones acerca de la alimentación de los niños y que aún no lo ha logrado (los niños deberían comer a demanda). En el estudio, del que hablamos hace unos años aquí, Davis decidió probar la hipótesis de que los niños sabían mejor que los adultos la comida que necesitaban tanto a nivel de cantidad como a nivel de calidad.

Al hacerse cargo de 15 niños en época de hambruna, niños desnutridos, con raquitismo, etc., de entre 6 y 11 meses de edad, ya destetados, con los que estuvo de manera provisional entre 6 meses y 4 años y medio, decidió dejarles a ellos la misión de decidir lo que tenían que comer. Obviamente, los niños estuvieron controlados en todo momento a nivel de salud, por si acaso la hipótesis era inválida.

Les presentaron los alimentos siempre de manera aislada, sin aliños, con representación de todos los grupos de alimentos: lácteos, frutas, proteínas animales, cereales, verduras y legumbres.

Vieron que cada niño hacía una dieta diferente, pero que todos hacían dietas equilibradas. Vieron que todos lograron estar de nuevo bien nutridos. Vieron que las calorías que tomaban eran siempre adecuadas, no en cada comida, pero sí a lo largo del día. Vieron que pasaban épocas sin tomar leche, pero que su mineralización ósea no se veía afectada.

Vieron también, y por fin llego al tema de hoy, que cuando algún niño estaba enfermo, su apetito disminuía 24 o 48 horas antes de encontrarse mal y lo recuperaba unas 12 horas antes de la remisión total de la enfermedad. Es decir, la disminución del hambre antes de la enfermedad sucedió siempre y a Davis y al resto de cuidadoras les servía para saber que ese niño se iba a poner malito al día siguiente o dos días después.

Pero ojo, para que quede claro, no es que los niños de repente dejaran de comer porque no querían y como consecuencia, por no comer, enfermaban. Es que el cuerpo ya estaba incubando algo y uno de los primeros síntomas era (y es, si hablamos del ahora) la pérdida de apetito.

Pero no todos los niños pierden el hambre

Sin embargo, en la actualidad, no todos los niños pierden el hambre, o quizás no todas las madres se dan cuenta de que están comiendo menos. En mi casa, por ejemplo, dado que nuestros hijos comen "a demanda", y eso significa que se sientan en la mesa a comer y comen la cantidad que quieren (que suele ser menos de lo que nos gustaría, al menos en el caso de los dos pequeños), no estamos muy atentos a las pérdidas de apetito, a no ser que sean muy evidentes. El caso es que, como digo, hay niños que comen bastante estando sanos y que cuando se enferman siguen comiendo lo mismo. Obviamente, es algo también normal.

¿Debemos asumir que pueden perder peso?

"Vale, pero es que está perdiendo peso", dicen a veces las madres, lógicamente preocupadas. Y es cierto, según el cuadro que esté sufriendo un niño, según los días que pase y lo que deje de comer perderá peso. Y si la madre es de las que se preocupan porque a su hijo/a le cuesta ganarlo, imaginad la gracia que le puede hacer que de repente pierda 300 o 400 gramos, si no más.

Pero es que no hay otra, no hay unas pastillas que hagan que el niño recupere el hambre y se ponga a comer, ni unas vitaminas que cambie su apetito (bueno, algo hay, pero actúan a nivel cerebral o bien tienen otro efecto primario y dan hambre como efecto secundario, junto a otros efectos secundarios,...). Así que como la enfermedad y la falta de apetito suelen ir cogidas de la mano, si el niño no tiene hambre y está perdiendo peso deberemos asumir que es lo que hay.

Le ofreceremos comida, le ofreceremos bebida y que sea él el que tome cuanto le entre. El peso perdido se suele recuperar rápidamente, hasta llegar al peso que el niño tendría de no haberse puesto enfermo, momento en que la ganancia se estabiliza de nuevo.

Si vemos que ese día no llega, ese día en que vuelve a comer, y que el niño está perdiendo mucho peso deberemos acudir al pediatra, claro. Pero esto no suele suceder: el niño enferma y, con su tratamiento o sin él, si es que no lo necesita, se cura y recupera de nuevo el apetito. No tiene más secreto.

Foto | Thinkstock
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