
Un niño de cinco años ve llorar a su madre en la cocina. No entiende exactamente por qué, pero decide no preguntar. Se limita a recoger sus juguetes en silencio y a portarse “muy bien” el resto del día. Nadie se lo ha pedido. Nadie se lo ha enseñado. Y, sin embargo, lo hace. ¿Por qué?
La lealtad infantil no es una virtud que se enseñe como las tablas de multiplicar. Es un sentimiento profundo, casi instintivo, que empieza a tomar forma mucho antes de que el niño entienda lo que significa la palabra “lealtad”.
¿Qué es la lealtad?
La lealtad es un vínculo emocional y moral que une a una persona con otra —o con un grupo, valor o sistema— y que se manifiesta a través del compromiso, la fidelidad, el respeto y la defensa activa o silenciosa de ese vínculo, incluso en situaciones que impliquen sacrificio personal.
Desde la psicología del desarrollo, la lealtad no es simplemente un valor aprendido, sino una dinámica relacional que puede surgir de manera inconsciente como mecanismo de pertenencia, protección del vínculo o compensación emocional.
En la infancia la lealtad puede tomar formas como:
Instinto protector
- Aunque a veces discutan en casa, cuando otro niño molesta a su hermano en el recreo, Mateo, de 8 años, se pone de su parte sin dudar. Y es que la lealtad se manifiesta en el instinto protector hacia los vínculos más cercanos, incluso si hay rivalidades en privado.
Confidencialidad
- Aina de 10 años, no cuenta que su mejor amiga le ha confiado que está triste porque sus padres se van a separar, aunque le cuesta llevar el peso sola. Aquí la lealtad aparece como confidencialidad y respeto al vínculo, aunque implique sostener una carga emocional.
Imitar ideas familiares
- Pablo, de 6 años, rechaza jugar con una niña porque “eso es de chicas”, algo que ha escuchado en casa. No lo hace por maldad, sino por lealtad inconsciente a los valores que ha aprendido. La lealtad también puede tomar la forma de imitación o adhesión a ideas familiares, incluso si estas limitan la espontaneidad.
¿Cuándo nace la lealtad y cómo evoluciona?
Aunque solemos asociarla a valores adultos, la lealtad se gesta desde el primer vínculo: el apego. Según la teoría del apego de John Bowlby, los niños desarrollan desde los primeros meses de vida una conexión emocional intensa con sus figuras de referencia, generalmente los padres.
Esta conexión les aporta seguridad y construye el marco emocional desde el que empiezan a interpretar el mundo. Entre los 2 y los 3 años, cuando el niño empieza a tomar conciencia de sí mismo y de los otros como seres separados, aparece una primera forma de lealtad: la necesidad de pertenecer.
Esta lealtad no es aún consciente, pero ya actúa como un 'hilo invisible' que une al niño con su familia. A los 5 o 6 años, empieza a formarse una lealtad más compleja. El niño ya comprende normas, roles familiares y dinámicas relacionales.
Es aquí cuando puede “decidir” inconscientemente proteger a mamá o a papá, callar cosas que le duelen o incluso justificar comportamientos contradictorios de los adultos para no romper el vínculo emocional que necesita para sobrevivir.
Lealtades invisibles: cuando ser fiel implica olvidarse de uno mismo
Ivan Boszormenyi-Nagy, creador de la teoría de las lealtades invisibles dentro del enfoque sistémico de la psicología, sostenía que los niños tienden a actuar con lealtad hacia su sistema familiar, incluso a costa de su propio bienestar.
Un ejemplo: una niña de 8 años convive con un padre muy exigente. Nunca se siente lo bastante buena, pero lo defiende ante sus amigos: “Mi padre solo quiere lo mejor para mí”. Esta es una lealtad vertical, que se da de hijos hacia padres, y que muchas veces arrastra dinámicas de invisibilidad, sacrificio o idealización.
La lealtad, en estos casos, no es un valor ético, sino una necesidad emocional: “Si no soy leal, perderé el amor. Y sin ese amor, no existo”.
Cómo evoluciona la lealtad: del instinto a la ética
Con la adolescencia llega el conflicto. El joven empieza a replantearse los valores familiares y a buscar su propia identidad. Es el momento en que muchas lealtades se resquebrajan, no por rebeldía, sino por evolución.
Un adolescente que empieza a hablar con naturalidad sobre salud mental o sexualidad, aunque en casa esos temas fueran tabú, está rompiendo con una lealtad implícita: “De esto aquí no se habla”. Pero no lo hace por egoísmo, sino porque necesita construir una ética personal.
Este proceso puede ser doloroso para los padres, pero es necesario para el desarrollo psicológico sano. Solo cuando un niño —o ya adulto— puede revisar sus lealtades y elegir cuáles conservar, empieza a ser realmente libre.
¿Qué podemos hacer como adultos?
La lealtad es un valor positivo que nutre nuestras relaciones, pero según en qué situaciones puede estar mal dirigida. En este punto, no se trata de pedirle a un niño que no sea leal, sino de no cargarlo con responsabilidades que no le corresponden.
Validar sus emociones, no utilizar frases como “no le cuentes esto a nadie” o “esto es un secreto de familia” cuando le pueden generar conflicto, y revisar nuestras propias lealtades inconscientes, es un acto de amor.
Si tu hijo intenta consolarte cuando estás mal, en lugar de pensar “qué maduro es”, pregúntate: ¿Está dejando de ser niño para cuidar de mí? La lealtad no es mala. Pero necesita espacio para transformarse. Y para eso, hace falta algo aún más valioso: adultos que puedan sostenerse a sí mismos, para que los niños no tengan que hacerlo.
¿Te has preguntado alguna vez qué lealtades arrastras tú desde la infancia? Quizá, entendiendo cómo empiezan, podamos empezar también a soltarlas.
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