Los premios y recompensas pueden ser tan perjudiciales como los castigos

Los premios y recompensas pueden ser tan perjudiciales como los castigos
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Hace unos días hablamos de lo poco educativo que puede llegar a ser el castigo. Hoy, siguiendo por el mismo cauce de los métodos que, más que educar, perjudican a los niños, hablaré de un primo-hermano del castigo: los premios o las recompensas.

Muchos adultos, padres o maestros, están en contra de los castigos y sin embargo a favor de las recompensas. Estamos de acuerdo en que son dos medidas contrapuestas, sin embargo no son del todo contrarias, pues con los premios se acaba consiguiendo lo mismo que con los castigos: un resultado positivo temporal que viene motivado por el acto que ejecuta el adulto sin ayudar a los niños a ser responsables ni a aprender a vivir desde el convencimiento de que lo que hacen es lo mejor.

En otras palabras, con los premios se consigue que los niños hagan aquello que los adultos queremos que hagan pero sin interiorizar el beneficio de aquello que están haciendo, pues lo que prima para ellos no es lo que hacen, sino lo que consiguen haciéndolo. Un ejemplo que puedo ofrecer es cuando, con toda la buena intención del mundo, mis padres nos daban dinero a final de curso según las notas que sacáramos (mejores notas significaba más dinero y más dinero significaba poder comprar más CDs, un juego para la consola,…).

Esta recompensa hizo que, la ya poco estimulante tarea de estudiar, se convirtiera en un simple trámite para conseguir una paga extra a final de curso. No es que quisiéramos aprender más, es que queríamos sacar mejores notas para conseguir una mayor recompensa.

La motivación no era intrínseca, no venía de nosotros mismos, sino que era extrínseca, focalizada en algo externo, el dinero a percibir.

Los efectos de los premios son poco duraderos

Los sistemas de recompensas (con pegatinas, estrellas o puntos positivos) son raramente útiles para producir cambios duraderos en actitudes o en el comportamiento. Los efectos que producen duran mientas existe la recompensa, que es la que motiva el comportamiento buscado.

Si no hay premio, el niño pierde el incentivo que motivaba su manera de actuar y vuelve a comportarse tal y como lo hacía antes de recibir las recompensas ("antes me esforzaba por hacerlo y me dabas un premio. Ahora que no me das premio, ¿para qué esforzarme?").

Varios investigadores han descubierto incluso que los niños cuyos padres hacen uso frecuente de estos sistemas de recompensas tienden a ser menos generosos que sus compañeros.

Cuando alguien pretende que otra persona modifique un comportamiento o un hábito tiene que marcarse como objetivo, no que el otro haga lo que se le dice, sino que el otro quiera hacer lo que se le dice que haga.

No tiene sentido que a una persona que corre hacia la derecha, convencida de que quiere hacerlo así, le digamos simplemente que ahora tiene que correr hacia la izquierda porque es mejor. Lo que tenemos que conseguir es que la persona crea y sienta que correr hacia la izquierda es mejor. Luego ya será ella misma la que empezará a correr en esa dirección.

Cuando premiamos una conducta que queremos conseguir estamos eliminando, en cierto modo, la posibilidad de que un niño sienta que esa conducta es la correcta. Al premiar estamos creando un sistema de causa-efecto demasiado débil. Causa: te portas bien. Efecto: recibes un regalo. En el momento en que deje de haber un efecto (regalo), dejará de haber un motivo para que siga produciéndose la causa.

En el momento en que se da un premio, se pierde el interés a largo plazo

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En un estudio representativo, se les ofreció a 45 niños de entre 3 y 5 años una bebida que no conocían llamada Kéfir (producto lácteo fermentado) junto a otras bebidas (un total de ocho) y se les pidió que las ordenaran por orden de preferencia.

A algunos de los niños se les pidió que bebieran Kéfir y se les dio un poco más al acabarla halagándoles por hacerlo. A otros niños se les pidió que la bebieran, se les dio un poco más y se les ofreció una entrada para una película infantil (de unos 10 minutos, que veían tras tomarse el Kéfir) si bebían más cantidad. A un tercer grupo de les dio la bebida, se les ofreció más al acabar la primera sin presión alguna y acto seguido pudieron ver la misma película infantil, sin que nadie estableciera relación alguna entre beber más Kéfir y ver la película (bebieran o no iban a ver la película igualmente).

Los niños que recibían premios y halagos bebían más cantidad y pronto situaron el Kéfir entre sus bebidas favoritas, como se puede predecir, sin embargo, tras cuatro semanas realizando esta acción dos veces por semana, el Kéfir perdió “fama” y perdió posiciones.

Los niños a los que no se les ofreció recompensa por beber Kéfir dijeron, de inicio, que les parecía una bebida aceptable (la posicionaron como menos preferida que los que recibieron premios y halagos), sin embargo, pasadas las cuatro semanas, el Kéfir escaló posiciones y acabó siendo considerada mejor bebida para estos niños que para los que habían recibido estímulos por beberla.

En la siguiente gráfica podéis ver lo que comento (los triangulitos son los grupos de los niños que no recibieron estímulos para beber más):

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En la gráfica de la izquierda se representa la posición que ocupa el Kéfir entre el resto de bebidas tanto al inicio del estudio como al final. En la de la derecha se observa le evolución del Kéfir en los niños que recibieron estímulos y regalos y en los que no los recibieron.

Como veis, los niños motivados y premiados (los cuadraditos) empezaron posicionando el Kéfir entre las mejores y acabaron dejándola algo más atrás. Los niños que la podían beber sin restricciones ni motivaciones (los triangulitos) acabaron por considerarla más sabrosa que al principio.

Si sustituimos Kéfir por “hacer los deberes”, “ser generosos”, “leer cuentos”, “jugar en la habitación” o lo que consideremos que nuestros hijos deberían hacer, parece obvio pensar que en el momento en que añadamos una recompensa a alguna de estas conductas más fácil será que el niño cree una relación de dependencia entre lo que tiene que hacer y el premio y pierda el interés por hacerlo cuando el premio desaparezca.

En cierto modo es perfectamente lógico: “si me dan un premio para que me lo tome, muy bueno no tiene que estar”.

El que espera un premio puede tener prisa por conseguirlo

Otro de los riesgos de premiar las conductas o aquello que queremos que un niño haga es el de conseguir que actúe únicamente con el objetivo de recibir el premio, haciendo las cosas con menos interés y pasión.

Algunas investigaciones parecen demostrar que los niños que esperan algo a cambio hacen las cosas más rápido y peor que los que la hacen sin esperar ningún premio.

Para ejemplificar esto vuelvo al tema de los estudios: no es lo mismo estudiar para sacar buenas notas con el objetivo de obtener dinero, que estudiar por el placer de aprender. Lo segundo producirá más alegría y satisfacción a la persona que lo hace (pues disfruta haciéndolo), mientras que en el primer caso sacar buenas notas no es más que el medio para recibir lo que uno espera.

En el segundo caso el aprendizaje será seguramente mayor y las materias quedarán más consolidadas mientras que en el primer caso se olvidarán fácilmente: "es más fácil aprender lo que uno quiere saber que aprender lo que los demás quieren que sepas".

Se observa en otros estudios que los niños que esperan ser premiados (y los adultos también, claro), tratan de hacer el trabajo de la manera más eficaz o cogiendo el camino más rápido y seguro.

Dicho de otro modo, los premios pueden conseguir que los niños dejen de lado la creatividad y el riesgo. La persona que inventa, que es creativa y que “pierde” el tiempo con nuevas ideas corre el riesgo de equivocarse. El que se equivoca tiene que rectificar en su camino volviendo atrás para solucionar los errores con nuevas soluciones. Volver atrás hace que no seas el primero, de lo que se concluye que equivocarse hace que se tarde más tiempo en hacer las cosas. Hacer las cosas en más tiempo significa que eres menos eficiente y el que es menos eficiente, no obtiene premio.

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Quizás pensaréis que el que se equivoca y rectifica hará un mejor trabajo. Seguro que sí y lo justo es que obtenga un mayor premio por haber dedicado más tiempo a su trabajo. Visto así los premios podrían funcionar durante un tiempo. Sin embargo poco a poco el niño se obcecará con el premio a recibir y buscará el camino más rápido para conseguirlo.

Digamos que, con un premio, se pierde en gran parte la posibilidad de hacer algo para divertirse, ya que lo que motiva y alegra no es el camino a recorrer, sino el lugar al que se llega.

Es curioso, pero a nivel cognitivo y a nivel de desarrollo infantil, lo ideal es que los niños se equivoquen y yerren, ya que ello hace que se abra una puerta al pensamiento lógico de los niños. Cada vez que yerran una nueva pregunta llega a sus cabecitas y aparece la necesidad de encontrar una solución.

Si en vez de acompañarles en el camino del aprendizaje, en el que pueden disfrutar mucho con cada nuevo logro a medida que se equivocan, allanamos el camino para que hagan las cosas porque sí, para obtener un beneficio externo, estaremos haciendo de nuestros hijos seres que valoran lo que se consigue, pero no el modo en que se consigue, que querrán llegar al objetivo cada vez más rápido, dando cada vez menos importancia al cómo llegar (algo parecido a lo que se pretende evitar cuando se dice “es que los jóvenes de ahora no valoran nada, lo quieren todo y cuanto antes mejor”).

Los niños deben interiorizar los valores

Es muy habitual (a mí me ha pasado a menudo) escuchar a algunos padres o madres decirles a sus hijos: “te lo compro si te portas bien” o “te lo compro porque te has portado bien”.

Estas frases son bastante desacertadas porque, aunque tienen una intención educativa de refuerzo positivo, están supeditando el buen comportamiento o lo que se espera de ellos a la recepción o no de regalos.

Dicho de otro modo, “te lo compro si te portas bien” deja al niño la libertad de portarse mal a cambio de no recibir regalo: “Hijo, si te portas mal no te lo compro”, “Me da igual, no lo quiero. Ya puedo portarme mal”.

Un niño debe portarse bien (habría que definir qué significa portarse bien, pero esto es otro tema que trataré en próximos días) porque sienta que debe hacerlo. No tiene que pegar a los demás porque eso no se hace. No tiene que insultar a sus padres porque el respeto es lo primero. No tiene que quitarles los juguetes a los niños porque no son suyos.

Todo tiene una razón que los niños deben interiorizar. No hacer algo porque así consiguen un premio es quitarle valor e importancia al hecho de no hacerlo, porque cuando no haya premio por dicha conducta habrá vía libre para hacer lo que uno quiera.

Los castigos y las recompensas son similares

De todo lo comentado se concluye que los castigos y los premios o recompensas no son contrarios, sino que van de la mano en el objetivo y en los resultados.

Las dos estrategias tienen como finalidad modificar el comportamiento de alguien, con la diferencia que los castigos le hacen preguntarse al niño “qué es lo que los demás quieren qué haga y qué me pasará si no lo hago” mientras que los premios le hacen preguntarse “qué es lo que los demás quieren que haga y que me darán si lo hago”.

Ninguna de estas dos actuaciones ayuda al niño a conformar su personalidad de manera intrínseca ni a responder la pregunta clave: “¿Qué tipo de persona quiero ser?” (no es lo mismo ser quien quiero ser, que ser quien quieren que sea).

Más información | Alfie Kohn Fotos | Flickr (Claus Rebler), Flickr (geishaboy500), Flickr (Lars Plougmann) En Bebés y más | El castigo es un método poco educativo, Calendario de recompensas, Los premios y los castigos, Como recompensa ¡vamos a comer una hamburguesa!

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