Cómo criar a los niños para que crezcan felices y no sientan celos por sus hermanos
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Cómo criar a los niños para que crezcan felices y no sientan celos por sus hermanos

Cuando una pareja da a luz a un bebé, a su primer bebé, le tiene en cuenta a él, exclusivamente, porque no hay ninguno más. Si pasa el tiempo y se decide a tener otro bebé, un segundo hijo, el hermano del primero, empieza entonces a pensar qué sucederá, si le querrán igual que al mayor (a esto ya dimos respuesta en su día: el amor no se divide, se multiplica), si el mayor aceptará la llegada de un hermano y si se empezará a mostrar celoso.

Y claro, los celos nos asustan, porque las personas celosas son capaces de hacer cosas terribles, y entonces pensamos que nuestro hijo nos va a echar en cara el haber tenido otro bebé y que incluso va a tratar de hacerle daño por considerarle un rival. Si estás en esa tesitura y empiezas a preguntarte qué puede pasar si tienes otro hijo, sigue leyendo, pues hoy os vamos a dar consejos para evitar los celos entre hermanos, y éstos pasan por tener clara una cosa: hay que criar a los niños para que sean felices.

No es una receta mágica

Muchas veces, cuando hablamos de consejos os hacemos una lista con las cosas a tener en cuenta, en plan decálogo o algo así: diez consejos para esto, seis cosas a tener en cuenta para lo otro, etc. Hoy no voy a entrar a dividir el tema de esa manera porque me parece que el tema es lo suficientemente profundo y serio como para seccionarlo de ese modo. Y digo esto porque hoy quiero orientar el tema de otra manera, abordándolo desde el principio, desde las personas que somos y, en consecuencia, desde el cómo tratamos a nuestros hijos, sobre todo, al primero.

El cariño que nos dieron, o no

¿Qué tipo de persona somos? ¿Somos cariñosos, empáticos, accesibles? ¿Somos de los que damos abrazos o de los que huimos del contacto físico? ¿Somos de los que sufrimos cuando nuestro hijo llora o de los que podemos dejarle llorando sin que ello nos afecte? La persona que somos es, en gran parte, fruto del cariño que recibimos de pequeños o que dejamos de recibir.

La mayoría de personas consideramos que nos educaron bien. La mayoría decimos eso de "pues a mí no me hicieron tanto de esto, o me hicieron lo otro, y estoy bien", porque la mayoría no entramos en los extremos de ser tremendamente maltratados o terriblemente abandonados y, poco más o menos, tuvimos algo de cariño y rectitud por parte de nuestros padres y el resultado nos sitúa donde está la mayoría (que no tiene por qué decir que sea bueno).

Sin embargo, en muchos casos no fue seguramente suficiente. Los bebés llegan al mundo para ser queridos, cogidos en brazos, contenidos, ayudados y pasar mucho tiempo en el calor de los cuerpos de sus padres. Es una dependencia absoluta que requiere de ese contacto para lograr la paz que les permita olvidar un poco los miedos y poder dedicarse a aprender, a desarrollarse y a crecer (un niño preocupado por su seguridad, un niño que se siente solo y considera que corre peligro, pasa demasiado tiempo tratando de adivinar si lo que oye, lo que ve y lo que siente es peligroso o no. Si está ocupado en todo eso, no puede avanzar, o lo hace en menor proporción que otro niño no tan preocupado por su soledad). Poco a poco, a medida que van aprendiendo más y más cosas, se van soltando, dejan de necesitar tantos brazos, tanto contacto y empiezan a ser cada vez más autónomos.

Entonces los padres dejan de ir delante de los hijos y empiezan a ir al lado, para apoyarles y ayudarles cuando éstos lo requieran. Esta etapa es muy larga, y da paso finalmente al punto en que los hijos ya son más o menos independientes, capaces, y muy autónomos en sus decisiones, y los padres solo están ahí detrás por si acaso, en esos momentos en que hay que los solicitan, si hay que debatir, hablar, negociar, etc. Puede parecer la etapa más fácil, pero no es así, porque el niño tiene ya sus propias convicciones e ideas, su grupo de iguales con sus propias convicciones, ideas y retos y el debate interior de cada niño crece entre hacer lo que está bien, lo que considera correcto o, a veces, lo que no está demasiado bien pero le permitiría formar parte de su grupo de amigos y ser bien considerado (creo que sabéis por dónde voy... las gamberradas que te hacen ser popular, por poner un ejemplo claro).

Bien, esto es un resumen breve de lo que sería una relación más o menos deseable entre padres e hijos. Sin embargo, si hacemos memoria, creo que somos pocos los que hemos tenido brazos y cariño ilimitado en los primeros meses, los que hemos tenido padres que pasaran tiempo con nosotros, que jugaran, que nos contaran muchas cosas, que atendieran a nuestros deseos, que nos explicaran las cosas bien, que no nos castigaran ni pegaran, etc. Obviamente, los padres perfectos no existen, y siempre hay momentos de desespero y momentos en que cometemos errores, pero en esencia, en resumen, somos pocos los que hemos recibido lo que verdaderamente necesitábamos.

Pero, ¿sabe un niño qué necesita? No. Un niño no tiene esa noción de desamparo. No siente que la puede reclamar porque no sabe cómo deberían ser los padres. Un niño, simplemente, siente. Un malestar, una extraña sensación, una soledad, un frío interno... y busca mecanismos para adaptarse. Si mis padres no me hacen mucho caso, busco la manera de sobrevivir. Una posible manera es lograr su atención de otras maneras, aunque muchas veces sean incorrectas. Si portándose mal, por ejemplo, logra la atención de mamá y papá, lo hará. Si poniéndose enfermo o haciéndose daño lo consigue también, podrá conseguirlo (muchos niños, tristes y relativamente solos, acaban exteriorizando físicamente sus problemas con dolores de barriga, de cabeza, etc.). Si desapareciendo cree que puede lograrlo, lo hará. Y no me refiero a desaparecer físicamente, sino a convertirse en un niño tremendamente distante y poco comunicativo. Algo así como "yo no voy a dar el paso, me alejaré a ver si vosotros os acercáis más a mí".

Mientras tanto, mientras hace eso, buscará quizás alternativas: "cómprame, dame, necesito". Y muchos padres caerán en esa trampa de la que ellos mismos son culpables, la de comprar y regalar el cariño. El "mira cuánto te quiero, que te he comprado esto tan caro". Eso apaciguará la sed de tiempo y cariño del hijo por un tiempo, hasta que la novedad deje de serlo y necesite una nueva.

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Con todo, el niño seguirá aprendiendo a vivir sin todo el cariño que, como humano, esperaba recibir. Poco tiempo con sus padres, poco o nada de juego, poco diálogo... empezará a crear una coraza de hielo para hacerse insensible en ese sentido. Nadie quiere sufrir. Los niños tampoco. Así que ante la ausencia de cariño, vale más no necesitarlo. Esto, que muchos adultos consideran un logro "le enseño a mi hijo a ser fuerte y duro, dejándole llorar, mostrándole que la vida es dura, para no necesitar nada de nadie", en el fondo es un error, porque el niño llega a ello desde el desamparo y la soledad, y se hace a sí mismo más duro, menos amoroso, menos abierto. Encapsula en una coraza su anhelo de cariño, lo encierra, como quien agarra una semilla que iba a brotar para hacerse un gran árbol y, temeroso, prefiere guardarla en una caja bajo llave para evitar que el árbol crezca, no sea que nadie lo riegue lo suficiente, no sea que alguien lo maltrate, no sea que alguien quiera cortar sus ramas. Y los árboles, poco más o menos, son capaces de brotar igualmente. Habrá quien no los trate bien, habrá quien, como digo, corte alguna rama, habrá quien lo pode; pero el tronco permanece ahí. La raíz, la esencia, el cariño que unos padres atentos te dieron, que permanece en la base. Si no lo hubo, el árbol es endeble, el tronco baila demasiado y está demasiado expuesto. Muchos niños no se atreven a vivir así y, directamente, guardan la semilla antes de permitir que el árbol crezca.

¿Qué pasa entonces? Que la base de todo, el amor que debieron recibir y debía forjar su manera de ser, su tronco, no floreció. Quedó guardado todo bajo llave, y claro, para cuando uno es mayor, el solo hecho de pensar en esa cajita que guarda esa semilla duele. Duele, como duelen las razones por las que el niño decidió cerrar esa semilla en la caja. Duele, como duele pensar en abrirla, para ver qué pasa. Y para amar a los hijos hay que hacerlo. Para darles el cariño tienes que abrir esa caja, romper esa coraza que creaste para aprender a vivir solo, y duele. Recuerdas las razones, recuerdas tu infancia, la soledad, la falta de amor, el sentirte inferior, el creer que no tenías nada importante por hacer en este mundo y todo ello duele, a veces tanto, que el corazón se acelera, viajas sin querer al pasado y empiezas a sentir de nuevo, en tu interior, ese malestar. De repente, esa persona adulta, hecha y derecha, se transforma de nuevo en un crío endeble y frágil y comienza la lucha: ¿me quedo aquí y trato de plantar esta semilla para criar a mis hijos o vuelvo a cerrar la cajita?

Muchos padres no pueden con ello. No soportan revivir esas sensaciones. No quieren recordar el cariño que les faltó y vuelven a cerrar la caja. Hacen lo que pueden en el día a día, tratan de querer a sus hijos, porque saben que les quieren, pero siguen en ese punto de no ser capaces de dar todo el cariño que ellos necesitan porque, cuando no lo has tenido, cuando no lo has recibido, es muy difícil darlo. Y cuando te has hecho a ti mismo duro y frío como el metal, es difícil transmitir otra cosa.

¿Y qué tiene todo esto que ver con los celos?

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Mucho. Todo. Tiene que ver con los celos y tiene que ver, en realidad, con cómo se comporta un hijo con sus hermanos y con todas las personas de su alrededor. ¡Si es que tiene que ver con todo! Un niño que recibe cariño, que se sabe querido, que es atendido por sus padres, que comparte tiempo con ellos, risas, juegos, abrazos, incluso discusiones, que también puede suceder, un niño que aprende a pensar por sí mismo, que no debe ser obediente porque sí, sino que crece y se desarrolla para ser una persona única y autónoma, que tiene una autoestima grande, gracias a que sus padres le tratan con amor (y no gracias a los halagos infundados y desmesurados, que son un error), tendrá muy pocos problemas en caso de que venga un hermanito cualquier día. Si yo soy feliz, ¿por qué voy a dejar de serlo porque tenga un hermano? Todo lo contrario: ¡bienvenido al barco!

Sin embargo, si un niño crece como llevo párrafos comentando, si tiene esa carencia, si se siente solo, si está empezando a buscar mecanismos para soportarlo y adaptarse (lo de enfermar, lo de llamar la atención portándose mal, lo de empezar a pedir regalos y atenciones desmesuradas, lo de hacerse invisible), llevará probablemente muy mal el que llegue otro bebé: "con lo que me está costando que mis padres me hagan caso, ¡encima tengo que competir ahora con otro!". Lo llevará mal y ese será el origen de los celos, que no serán culpa de él, en realidad, sino de nosotros, que no hemos sabido hacerle sentir uno más, querido, amado y feliz. Súmale a eso un inicio de coraza, un inicio de aprendizaje de la vida en soledad, un inicio del "tengo que conseguir no necesitar el cariño de nadie" y tendrás un problema aún mayor. Un niño que empieza a desconectar a nivel emocional y que no tendrá demasiados problemas en tratar mal a su hermano si hace falta o si le apetece.

Esto es serio, muy serio, y aunque puede sonar apocalíptico, es lo que la mayoría de nosotros hemos estado recibiendo la mayoría de nuestras vidas. ¿Cómo si no se puede explicar que vivamos en un mundo tan imperfecto y que cada día seamos, en general, más y más egoístas y menos empáticos? Ya, ya, sé que no todo está aquí, que somos quienes somos por todos los inputs que recibimos cada día en casa, en el colegio, en el trabajo, a través de la tele, y un gran etcétera, pero la raíz está ahí. La base de todo, la primera decisión que debíamos tomar como niños: plantar la semilla o guardarla para siempre. Ahí es donde todo empezó. Ahí es donde, como padres, debemos actuar.

Fotos | Eduardo Merille, Travls Swan, Dana en Flickr
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