Tras semanas de miedo e incertidumbre, ahora estoy tranquila: así han sido las fases por las que he pasado durante la cuarentena

Desde que comenzara el confinamiento, hace casi dos meses, he pasado por varias fases psicológicas y experimentado todo tipo de sensaciones. Siempre he tratado de permanecer fuerte por el bien de mis hijos, pero confieso que ha habido momentos realmente duros.

A escasos días de comenzar con la ansiada desescalada en España, hoy reflexiono sobre cómo me siento y todo lo que me ha traído consigo esta difícil situación que nos ha tocado vivir.

Primera fase: disfrutando del tiempo en familia

Ya he comentado alguna vez que cuando se anunció el cierre de colegios en la Comunidad de Madrid lo que sentí fue un gran alivio. Dado el cariz que estaban tomando los acontecimientos, necesitaba encerrarme en casa y proteger a mis hijos, así que los primeros días de confinamiento no supusieron para nosotros ningún tipo de estrés, sino todo lo contrario.

Decidí tomarme aquella situación como una oportunidad que nos había dado la vida para parar en seco y disfrutar al máximo del tiempo junto a los míos. Ese tiempo del que siempre había adolecido y que ahora podía aprovechar.

Comencé a poner en práctica todo tipo de ideas y recursos para disfrutar junto a mis hijos: desde recetas de repostería casera, hasta actividades lúdico-educativas, conciertos y espectáculos online, cuentacuentos, manualidades... ¡Es increíble lo que puede dar de sí el tiempo con una agenda bien organizada!

También me dio por ordenar la casa, limpiar los armarios, organizar cajones y dar un repaso a la decoración. Quería que nuestro hogar luciera perfecto y fuera confortable y acogedor para todos, con independencia del tiempo que fuéramos a pasar confinados.

En lo que respecta a mis hijos, seguían un horario muy similar al del colegio y disfrutaban mucho con los deberes y actividades que les mandaban los profesores, especialmente los dos pequeños. Imagino que aquello les daba seguridad, y les permitía seguir conectados -en cierto modo- a las rutinas que conocían y a sus adorados profesores.

En definitiva (y dejando a un lado la crisis sanitaria y humanitaria que se estaba empezando a gestar), esos primeros días de confinamiento en mi casa fueron buenos, relajados y muy bien provechados.

Segunda fase: miedo, soledad y ansiedad

El momento en que comencé a ver las cosas de otro modo coincidió con el avance descontrolado de la enfermedad, la crisis sanitaria que provocó y el hecho de empezar a conocer cada vez más casos cercanos.

Hasta entonces los afectados y fallecidos habían sido cifras ajenas a mí y a mi entorno, y aunque me dolían profundamente, no fue hasta que comenzaron a tener nombre, rostro y una historia detrás cuando me derrumbé: el padre o abuelo de unos amigos, un familiar cercano, un médico al que admirábamos, una mamá del cole a la que apreciaba especialmente... e incluso mi propia hija.

El día en que salí por primera vez a la calle con mi niña, rumbo al centro de salud, sentí una punzada indescriptible en el corazón. Hasta el momento, tan solo había salido de casa para comprar algunas cosas básicas en el supermercado más cercano, pero recorrer una mayor distancia por calles completamente desiertas fue un duro golpe de realidad.

A la estampa casi de ciencia ficción de parques vacíos y calles sin vida, se sumó la de un centro de salud completamente irreconocible, sin mobiliario, con plásticos por todos los lados y cordeles de seguridad. La misma confusión que sentía yo la vi reflejada en los ojos de mi hija: estaba asustada, desubicada y aturdida.

¿Cómo era posible que nuestro mundo hubiera cambiado de forma tan drástica en tan solo unos días? ¿Cómo habíamos podido llegar a eso? Simplemente no me lo creía, y comencé a experimentar pensamientos negativos y catastrofistas en torno a esa nueva realidad.

En aquel momento, el confinamiento tomó para mí otro significado. Ya no eran días apacibles para disfrutar en familia. Ahora, la realidad de fuera me engullía y las crisis de ansiedad comenzaron a hacerse patentes casi a diario, como también lo hizo el insomnio, las pesadillas, la tristeza y una creciente carga mental.

Tercera fase: aceptación y calma

Fue hace unos días, cuando comencé a ver en las noticias cómo se desmontaban los hospitales de campaña, las cifras de curados crecían y se empezaba a hablar de una futura desescalada, cuando mis ánimos comenzaron de nuevo a cambiar.

Sin duda, empezaba a verse algo de luz tras varias semanas negras, y esa esperanza es la que ha contribuido a que cada vez me sienta más relajada, optimista y serena. He aprendido a aceptar esta situación, a entender que muy probablemente este virus haya venido para quedarse y que no nos queda más remedio que aprender a convivir con él.

Eso sí, confío en que en un futuro cercano podamos tener a nuestra disposición los test necesarios, vacunas y medicamentos específicos para tratarlo y combatirlo, y que sepamos seguir actuando con la máxima precaución para protegernos y proteger a quienes más queremos.

Podría decir que en casa hemos vuelto a disfrutar los unos de los otros como lo hacíamos al inicio, con la salvedad de que ahora estamos todos más relajados. Ya no hay horarios ni actividades dirigidas, y ya no espero con ansia a que llegue el día en que todo vuelva a ser como antes.

No necesito sentarme en una terraza y tomarme unas tapas con amigos, ni tampoco pasar una tarde de compras en un gran centro comercial. No tengo ninguna prisa por viajar o disfrutar de una playa infinita, y tampoco está en mi planes ir al cine o al teatro cuando se autorice a ello.

Es curioso comprobar como todo lo que ansiaba hace unas semanas ya no me interesa lo más mínimo. Lo único que echo de menos de fuera es abrazar y tocar a los míos, y volver a tener con ellos una conversación cara a cara. Pero salvo el factor humano, me encuentro muy bien como estoy y no tengo ninguna prisa por recuperar la vida que llevaba antes.

Una vez más, mis hijos me han dado una gran lección, pues me han hecho darme cuenta de que no necesitamos grandes cosas para ser felices. Tenemos la suerte de tenernos unos a otros, de vivir en un hogar cálido y confortable, y sobre todo, de tener salud. Así que por mí, lo demás puede esperar.

Fotos | iStock

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