Mi experiencia con mi segundo embarazo tras haber sufrido varias pérdidas gestacionales

Hace cinco años por estas fechas perdía por tercera vez un embarazo en la octava semana de gestación, y hace cuatro años por estas fechas daba a luz a mi segunda hija: mi preciosa bebé arcoiris.

Entre medias de ambos acontecimientos tuvo lugar un embarazo cargado de miedos, incertidumbre y una pesada mochila emocional que no me dejó disfrutar ni conectar con mi bebé. Y es que vivir un embarazo tras haber sufrido varias pérdidas gestacionales puede resultar realmente aterrador.

Una mochila cargada de miedos

Aterrador. Esa es la palabra que mejor definió el embarazo de mi segunda hija. En el último año antes de quedarme embarazada había sufrido tres pérdidas gestacionales, entre las semanas ocho y diez de gestación. Un aborto tras otro, que viví al principio con resignación y después con mucha rabia e impotencia. ¿Por qué a mí?, me repetía una y otra vez.

Poco después supe que la causa de lo que me estaba ocurriendo tenía nombre: trombofilia. Un trastorno en la coagulación sanguínea que, en mi caso, afectaba a la formación de la placenta y desembocaba en la pérdida del embarazo.

Con el diagnóstico en la mano sentí una mezcla de liberación y miedo. Liberación, porque por fin podía poner nombre a lo que ocurría y buscar una solución de cara a un nuevo embarazo. Pero también miedo, porque se trataba de algo completamente desconocido para mí, de lo que no había oído hablar nunca, y que me obligaba a medicarme diariamente para lograr que el embarazo llegara a término.

Cuando vi de nuevo el positivo en el test de embarazo lejos de alegrarme me eché a temblar. Era mi quinto positivo; el primero había sido el de mi hijo mayor, y los otros tres siguientes habían sido los de mis tres bebés que se habían marchado antes de tiempo... ¿Qué sería de aquel nuevo bebé?, me preguntaba cada mañana.

"Ahora estás controlada y medicada", me decía mi marido en su intento de calmar mi ansiedad. Pero a pesar de todo fui incapaz de disfrutar de mi embarazo como lo hacen la mayoría de las madres. Cualquier molestia, cualquier pinchazo o cualquier malestar me hacía ponerme en lo peor.

Y a pesar de que no quise ilusionarme con la idea de ser madre de nuevo, me partía el alma pensar en el hecho de perderlo otra vez.

Me costaba mucho hablar de mi futura hija, pensar en un nombre para ella, visualizar cómo sería nuestra vida cuando ella naciera o incluso fotografiarme a medida que mi tripita iba creciendo. Y por si todo esto fuera poco, también me sentía culpable por sentirme así y por ignorar que dentro de mí había un bebé que luchaba día tras día por abrirse paso en la vida.

Y entonces... ¡me enamoré!

Uno de mis mayores miedos era creer que cuando naciera no iba a quererla igual que quería a mi hijo. Dicen que este suele ser un miedo muy común en las segundas maternidades, pero en mi caso se unía, además, el hecho de que no había logrado conectar con mi bebé en ningún momento de su gestación.

Estuve yendo a clases de preparación al parto y a yoga para embarazadas en un intento de conectar con mi hija y de sentir que estaba ahí dentro. Porque más allá de sus patadas y sus movimientos, la sentía como "algo ajeno" a mí. Tenía tanto miedo y tanto bloqueo mental que era incapaz de disfrutarla como se merecía.

Pero lo cierto es que mi niña fue creciendo. Semana a semana y mes tras mes, hasta que llegó el día de su llegada.

Su nacimiento transcurrió mediante cesárea. Una cesárea tan humanizada y respetada que nada tuvo que ver con mi primera experiencia. El amor, sensibilidad y calor que me transmitió el equipo médico me llenó tanto, que por un momento sentí que el corazón me iba a estallar de emoción.

En los veinte minutos que duró la intervención, experimenté de golpe todas las sensaciones bonitas y positivas que debía haber vivido durante los nueve meses anteriores.

Y cuando mi niña nació no pude controlar el llanto. Atrás quedaron las dudas sobre si sería capaz de amarla o sobre lo que sentiría cuando la viera por primera vez. Al cruzarme con su mirada azul tuve la sensación de que alguien había encendido un interruptor que había permanecido apagado durante todo ese tiempo. El interruptor del AMOR, en mayúsculas.

Los dos días siguientes a su llegada no pude parar de llorar de la emoción. Me sentía tan feliz y tan llena de amor que era incapaz de transmitirlo con palabras. Fue como si estallara un volcán de sentimientos que habían permanecido fuertemente retenidos durante meses.

Entonces entendí el término de bebé arcoiris. Mi niña me había devuelto la luz y la sonrisa y me había enseñado el amplio espectro de colores que se esconde detrás de la tormenta.

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