Qué duro es ser padre cuando el entorno no te apoya (I)

Hace seis años y medio que me dieron el carnet de padre y desde entonces mi vida, mis amistades y muchas de las conversaciones en que participo tienen la p(m)aternidad, los hijos y la crianza como eje principal. En todo este tiempo son muchos los padres y madres con que he podido hablar (ayuda ser enfermero de pediatría) y son muchas las ocasiones en que ves que se sienten solos, presionados y en algunas ocasiones, al borde de un ataque de nervios.

Yo mismo he sentido esa presión, ese aliento en el cogote del entorno más cercano e incluso he notado las miradas ajenas fijas en mi hacer (quizás sean imaginaciones mías) esperando a ver cómo actúo. El caso es que son muchas las cuestiones relacionadas con la crianza que me llevan a concluir (y a explicar a continuación) que ser padre es muy duro cuando el entorno más cercano no te apoya.

Seguro que vosotros y vosotras podréis explicar más situaciones que yo y muy probablemente coincidiréis en otras conmigo, pero haré un pequeño resumen de esas en que yo como padre me he sentido más presionado, a veces hasta el punto de dudar tanto de mí mismo y mis decisiones que llegaban casi a convencerme.

Sé que los consejos suelen ser bienintencionados, pero, como digo siempre, el que aconseja no puede exigir que su consejo sea seguido y, el que es aconsejado, puede hacer con esa información lo que quiera: escucharla, interiorizarla y cambiar, escucharla y tenerla en cuenta, pero no cambiar su modo de hacer las cosas, escucharla y directamente desecharla o por aquí me entra y por aquí (señalando la oreja contraria) me sale. Esta última opción suele utilizarse cuando no has pedido consejo alguno, claro.

Tantos brazos no son buenos

La primera vez que me hicieron dudar como padre fue cuando, a los pocos días de nacer Jon, mi primer hijo, una señora (invitada a mi casa, pero que yo acababa de conocer) me dijo que “uy, demasiado rato lo tienes en brazos”, con esa expresión de “mecachis” en la cara y el gesto reprimido de arrancarme al niño de los brazos para dejarlo en la cuna.

Me quedé a cuadros, tanto, que ni supe qué decir. No es que yo tuviera que defender mi postura como padre braceador, es que simplemente no sabía que existía un problema llamado exceso de rato en brazos. A la noche le pregunté a Miriam si creía que lo cogíamos demasiado y quedamos de acuerdo en que no era una cuestión de tiempo, sino de necesidad: o lo cogíamos tanto rato, o lloraba, así que decidimos seguir igual.

Con el paso del tiempo mucha gente, familiar y desconocida, ha tenido el detalle de preocuparse por nuestros brazos y nuestra espalda, por la ausencia de cochecito (“pero, ¿no tenéis?”), como si no pudiéramos comprarlo, y por la salud emocional de nuestros pequeños, que a estas alturas deberían estar ya pidiendo hora en el psicólogo por incompetentes sociales.

Dale el pecho, mujer, pero no mucho tiempo

Otra de las cuestiones problemáticas es la de la alimentación de los niños. Lo es incluso aquí en el blog, donde solemos debatir a menudo sobre lactancia y alimentación con leche artificial. La mayoría de nuestras madres nos dieron el pecho unos meses y, cuando la cosa parecía que no iba muy bien, que solía coincidir con la crisis de los tres meses, pasaban al biberón.

Por la razón que sea las tasas de lactancia bajaron y bajaron hasta que hace unos años la cosa empezó a repuntar gracias, sobretodo, a la información que afirmaba que lo más natural, normal y beneficioso para un bebé era tomar leche de su madre tras nacer.

Hasta ahí todos de acuerdo. El problema es cuando una madre decide no amamantar. Yo he oído a enfermeras decir “pues no sabes el mal que le estás haciendo a tu hijo”, como si esas madres hubieran decidido matar lentamente a sus hijos. Muchas otras conversaciones no he oído, pero no hay que estar muy lúcido para saber que muchas madres son directamente criticadas por no alimentar a sus hijos con leche materna.

Otro problema es cuando una madre sí amamanta a su bebé pero el tiempo empieza a pasar. Primero se traspasa la barrera de los tres meses, esa en que nuestras madres nos dejaron de dar. Después se traspasa la de los seis, momento en que se decía que la leche ya era como agua. Luego aparecen los dientes y oye, “¿y si te muerde?”.

Después el niño cumple un año, y claro, eso de verle comiendo pan, andando ya solito y de repente mamando, queda como raro. Sobre esta edad he oído también a enfermeras decir “pues no sabes el mal que le estás haciendo a tu hijo”, que es lo mismo que les decían a las otras por no amamantar.

Luego el niño sigue creciendo, cumple dos años, y la madre se ha convertido en una cómoda que no sabe cómo parar, el niño en un consentido que cree que puede tener a su madre disponible cuando quiera y lo peor, lo peor de todo es: ¿y qué dirá la gente cuando vea que le estás dando el pecho a tu hijo? Y aún peor, si es la abuela: ¿y qué dirá la gente del barrio, mis amigas y conocidas, cuándo vea que mi hija aún le da el pecho a mi nieto?

Yo eso no se lo consentiría

Los niños crecen y un buen día, ese bebé que parecía un osito de peluche que sólo comía, dormía, gemía o lloraba y manchaba pañales de repente camina, toca cosas, habla y adquiere autonomía. ¡Ay pardiez!, el niño resulta que tiene capacidad para escoger y decidir, a veces te dice sí y a veces te dice no y, normalmente, responde lo contrario a lo que quieres que responda.

En casa no pasa nada, está creciendo, está comunicándose y está creando su propio “yo”, su personalidad. Pero claro, esto puede suceder también en público, o en casa de los abuelos, o en un sitio donde hay gente conocida y, tu hijo, tu nieto del alma, es el más guapo, el mejor, así que “cariño, precioso, no me dejes mal delante de mis amistades, que vean que eres de buena cuna” (se nota que pienso en la abuela, ¿verdad?).

Pues eso, en casa te lía cada una que pa’ qué, pero tú tienes paciencia infinita y has decidido hablar con el niño, dialogar, explicar las consecuencias de sus actos y, poco a poco, ir creciendo juntos respetando las cosas y respetándoos mútuamente. Pero claro, el niño te la lía en presencia de tu entorno y allí es donde la cosa no parece ir tan bien.

Tú con tu paciencia infinita hablas con tu hijo, utilizas el diálogo y lo haces sabiendo que educar a los niños no es cosa de un día, sino de meses, de años, de tiempo de perseverancia y constancia, unas veces dejando más libertad y otras dejando menos, pero cuestión de tiempo al fin y al cabo.

Sin embargo la gente de tu entorno no lo ve así. Ellos ven un acto concreto y ven la solución instantánea: “Yo eso no se lo consentiría”, “¿Y no lo pones a pensar?”, “Tienes que castigarle”, “Un buen cachete le daba yo y en un momento solucionado”, “Eres demasiado blando”, “Una semana conmigo y te lo devuelvo enseñado”.

Mañana seguimos

Seguro que tenéis cosas que hacer, preparar el desayuno, vestir a los niños y tu pareja preguntando dónde has puesto su camiseta negra, esa que nunca utiliza pero que hoy, vete tú a saber por qué (habrá soñado con ella) ha decidido que se va a poner… negra, con la que está cayendo.

Bueno, a lo que iba, mañana seguimos con más situaciones en las que el entorno presiona a los padres y trataré de llegar a una conclusión (si no es que me da un jamacuco por ponerme una camiseta negra en plena ola de calor).

Aquí el siguiente post.

Fotos | Karen Sheets de Gracia, Tommy Botello Photography en Flickr
En Bebés y más | Cuando los abuelos se entrometen demasiado, Cómo son las mujeres lactantes (según los ojos que miran), Por qué es tan difícil a veces educar a nuestros hijos (I) y (II)

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