Cuando el primer día de colegio es el primer maldito día en que dejas de escuchar a tu hijo y dejas de escucharte

Estos días los niños españoles están empezando y volviendo al colegio. En muchas ciudades de España hoy mismo han empezado las clases, mientras en otras lo harán el lunes. Miles de niños de 2 y 3 años irán al colegio por primera vez en sus vidas, algunos más felices, otros menos, algunos más conscientes del lugar al que van, y otros totalmente descolocados.

Algunos no llorarán ni ahora ni ningún día, otros puede que no hayan llorado hoy pero lo hagan cuando vean que esto de ir al colegio se hace todos los días, y otros habrán llorado ya hoy y lo seguirán haciendo durante semanas. Y si eres el padre o la madre de cualquier de los que lloran, o que llorarán, te verás haciendo, muy probablemente, todo lo contrario a lo que has hecho y sentido hasta la fecha: cuando el primer día de colegio es el primer maldito día en que dejas de escuchar a tu hijo y dejas de escucharte.

¿Que de qué hablo? De mí, por supuesto

Tengo tres hijos y el más pequeño entró el año pasado al colegio. Fue el que mejor lo llevó y no me generó ningún tipo de lucha interna por eso mismo. Sin embargo, los dos mayores lo llevaron un poco peor. Jon, que ahora tiene ya 10 años y empezará quinto, entró corriendo, saltando de alegría, el primer día de colegio. Nos dejó sorprendidos porque no las teníamos todas, a pesar de que lo habíamos preparado bastante para ese día.

Sin embargo, salió llorando... y aunque durante una temporada iba bien, llegó un momento en el que cada día entraba un poco peor, y costaba más, algún día incluso luchaba por evitar vestirse; y cuando lo lograbas, lo tenías desnudo unos minutos después, negándose de nuevo a vestirse. El día que más o menos se dejaba poner la ropa se negaba entonces a entrar en el colegio: se arqueaba, llorando, en la puerta, negándose a entrar y tomando la estrategia de poner el cuerpo en modo "no tengo tono muscular y el núcleo terrestre tira de mí hacia el suelo"... ya sabéis, cuando se niegan a que los cojas y parece que pesan 30 kilos más.

Esa fue la época en la que empecé (y empezamos) a sentirnos raros, extraños, como si la razón no casara con la emoción, como si la cabeza nos dijera que esto debe ser así y el corazón nos dijera que hacíamos algo malo, como si sintiéramos el aliento de tanta gente diciéndonos "los niños tienen que ir al colegio a aprender, es bueno para ellos" y de nuestras entrañas brotara una llama ardiente que dijera que "no lo presiones, no lo dejes solo, ¿no ves que no quiere entrar?", como si lo hiciéramos porque todo el mundo lo hace, pero sintiéramos que lo estábamos traicionando a él y a nosotros mismos.

Así fue como algunos de los días en que entraba peor, Miriam se lo llevaba de nuevo para casa (¿cómo te lo voy a dejar así?), en contra de los consejos de la profesora que con toda su buena intención la instaba a que lo dejara dentro, se despidiera y saliera corriendo de allí.

Pasaron semanas, pasaron meses, y poco a poco la cosa mejoró... desde el colegio trabajaron el tema, le ayudaron a sentirse más seguro, confiado y un poco más querido, y respiramos todos un poco más tranquilos con esos cambios.

Pero con Aran todo fue muy diferente

Aran, que tiene 7 años y va a empezar segundo, es el que pensábamos que entraría mejor: su hermano ya iba al colegio y entre ir cada día a buscarlo y a recogerlo, no solo conocía el lugar, sino también a muchos niños y profesores/as. Además, siempre ha sido un niño muy extravertido e independiente, y creímos que no tendríamos tantos problemas como con el mayor.

Y sucedió que no tuvimos tantos, sino que tuvimos muchos más. Los primeros días, que apenas estaban una hora y media como adaptación, más o menos se quedó bien. Los papás podíamos entrar dentro y ayudarles a que estuvieran más tranquilos hasta que nos despedíamos y al rato volvíamos.

Pasados unos días se quedaba ya toda la mañana y la tarde y empezamos a notar que estaba, luego en casa, más irritable, irrespetuoso, como enfadado con el mundo y haciéndonoslo pagar a nosotros. Se lo comentamos al profesor y nos dijo que en clase estaba muy bien, que no destacaba por ningún comportamiento de ese tipo y que sería cosa de unos días.

Entonces lo de entrar con él se acabó. El profesor me dijo que ya no podía seguir entrando y que Aran tenía que entrar ya solo porque ya había pasado una semana, y esto no hizo más que agravar el problema. Cada vez tenía menos intención de entrar, cada vez se quejaba más en la puerta, cada vez lloraba más, y cada vez crecía más en mi interior esa sensación de que estaba actuando en contra de mi voluntad y mis principios, que no me estaba escuchando y que no le estaba escuchando. Pero siempre aparecía esa voz, alimentada por la presión social de querer hacer lo correcto, lo que a todos les parece bien, que me decía que "es un niño de 3 años, y tiene que ir al colegio".

Y convencido de ello, a pesar de sufrir por dentro los siete males, lo dejaba cada mañana como buenamente podía. Unos días mejor, otros días peor, unos días triste y otros llorando para entrar, unos días girándome rápido para no verle sufrir, y otros mirando por la ventana con la esperanza de ver que enseguida se calmaba, mientras el profesor iba añadiendo día tras días nuevos dibujos para impedirnos ese contacto visual desde el exterior.

Y cada tarde era peor, cada tarde estaba más rebelde, cada tarde nos retaba más, nos ponía a prueba, nos buscaba las cosquillas, hasta que decidimos comentarlo de nuevo con el profesor, que nos dijo que seguía bien. Que sí era verdad que le estaba costando adaptarse, pero que luego allí estaba bien, y que lo de las tardes en casa sería por otra cosa.

Claro que no estaba bien

Nos dimos cuenta de que su profe no nos iba a ayudar en nada, no porque no quisiera, sino porque no estaba acertando en el diagnóstico. Aran nos estaba pidiendo a gritos, ya no sabía cómo, que volviéramos a ser los de antes: esos padres cariñosos, amables y respetuosos que habían pasado tres años con él jugando, riendo y pasando buenos momentos que le habían servido de guía y que le habían dejado crecer y coger su propia independencia en base a sus deseos y capacidades.

Sólo nos pedía eso, cada mañana antes de entrar y cada tarde al salir del colegio: "Sed vosotros mismos, respetad vuestras ideas, respetadme otra vez. ¿Por qué de repente os he dejado de importar? ¿Por qué de repente ya no me acompañáis en el camino? ¿Por qué me dejáis solo si no quiero?". Sus retos, su rebeldía, sus castigos (porque nos estaba en cierto modo castigando cada tarde con su mal comportamiento para llamarnos la atención) no eran una manera de devolvernos la que nos tenía guardada, era una prueba de amor que nos hacía en toda regla: "Demostradme que aún me queréis, reaccionad, ayudadme a sentirme bien, porque lo estoy pasando fatal".

Y decidimos escucharnos

La situación llegó a un punto tal que no podíamos más. Nos estaba desgastando física y psicológicamente y le estaba desgastando a él. "El colegio es divertido, el colegio es bueno, los niños van al colegio a aprender un montón de cosas y a ser mejores personas", decían. Pero Aran ya no era el mismo, ya no era el niño alegre de siempre. Ese ya no era mi hijo... era un niño que nos hacía imposible la convivencia en casa por las tardes, y al final, en cualquier momento del día.

Teníamos dos opciones: sacarlo del colegio, que era lo que estábamos a punto de hacer, hartos de sentirnos mal y hacerle sentir mal, o buscar una solución intermedia. Sonaba de lo más absurda, ¿cómo va un padre a preguntarle a un hijo si quiere ir al colegio cada mañana? Yo mismo me podía imaginar las respuestas: "Es lo más tonto que he oído en mi vida, cada día te dirá que no"; "Los niños tienen que ir al colegio y punto"; "Desde cuando son los niños los que dicen lo que pueden y no pueden hacer"; "Lo estáis sobreprotegiendo... sólo os falta meterlo en una burbuja" y un largo etcétera. Pero ya nos daba todo igual, sólo queríamos recuperar a nuestro hijo y nuestras vidas, queríamos volver a poder quererle, y necesitábamos volver a sentirnos bien con nuestra manera de proceder.

Así que cada empezamos a preguntarle si quería ir al colegio, y cuando dijo que no, aceptamos su respuesta, la respetamos, y no fue al colegio. Ese día se inició un cambio sorprendente en él, que fue mejorando con cada "no". De nuevo se supo escuchado, respetado y querido. De nuevo supo que estábamos ahí y que íbamos a apoyar su decisión fuera cual fuera.

¡Y muchos días dijo que sí quería!

Y para nuestra sorpresa (aunque lo imaginábamos), muchos días respondía que sí. Es cierto que al colegio íbamos igualmente porque el mayor seguía yendo, y quizás eso ayudó un poco, pero muchos días lo decía. Que quería ir al colegio, y entonces entraba contento porque era su decisión.

Los niños deberían decidir si ir o no al colegio

A partir de ese momento mi visión acerca del colegio cambió por completo. Del lugar al que los niños tienen que ir sí o sí porque es su obligación, pasó a ser, en mi mente, el lugar al que los niños van a aprender porque quieren aprender. Y para querer aprender las escuelas tienen que conseguir que los niños se lo pasen bien, que se sientan queridos y respetados, que se sientan parte del grupo, que estén motivados para ir, con ilusión de entrar y ver de nuevo a sus compañeros y al profesor... si no lo consiguen todo se hace más difícil, porque entonces vuelve a ser el lugar al que hay que ir, te guste o no.

Y ya dicen que para aprender algo lo primero es querer aprenderlo, por eso tuve y tengo claro que son los niños los que deberían decidir si ir o no al colegio, al menos cuando son más pequeños, para que no sientan que han perdido a sus guías, sus padres, sus personas de confianza. Imagino siempre las épocas en que no había escuelas, cuando los más ancianos del poblado juntaban a los niños para enseñarles cosas en base a su experiencia, y no imagino a ningún niño siendo llevado a la fuerza ante él, sino todo lo contrario: muchos niños corriendo para escuchar lo que aquel hombre con barba blanca tenía que contar, mientras otros niños se dedicaban a otras cosas como jugar, correr o trepar, porque no sentían aún la necesidad de aprender, o no se había despertado aún la curiosidad de saber todo aquello.

Y luego me acuerdo de los niños finlandeses, que no aprenden a leer hasta que tienen 7 años, y me doy cuenta de que nos queda aún mucho por aprender. A los 7 años porque se esperan a que tengan hambre de letras. Porque para entonces han visto letras por todas partes, en las películas subtituladas, en los carteles, en los cuentos, en los libros, y se dan cuenta de que no saben descifrarlas... y ven que los adultos lo hacen, y los niños más mayores, y desean lograrlo también. Tienen ganas de aprender y ponen su energía y empeño en ello. Y si alguno no tiene demasiada curiosidad, esperan a los 8 años, porque no importa la edad, sino el porqué, no importa que lea, sino que lo haga cuando quiera hacerlo.

Por eso en realidad no importa cuando aprendan, sino que cuando lo hagan, sea porque quieren aprenderlo. Es el mejor modo de avanzar y de querer saber cada día un poco más.

Pero en España no está montado así y nos hacen creer que si no aprenden ahora ya no lo harán nunca, y que la motivación importa menos que los resultados. Y nos hacen creer que aun cuando los niños entran llorando, es lo mejor para ellos, porque la vida es así de dura y tienen que aprender que tienen obligaciones... pese a que, como digo, aprender nunca debería ser obligatorio.

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