El primer diente de leche se mueve y aquí no vendrá el Ratoncito Pérez

El primer diente de leche se mueve y aquí no vendrá el Ratoncito Pérez
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Este niño sonriente de la foto es Jon, mi hijo de seis años, que hace dos días nos sorprendió a todos en la cena cuando, de repente, nos dijo: “¡Se me mueve un diente!”. Por la exclamación seguro que estaréis pensando que lo dijo con entusiasmo e impaciencia, pero nada más lejos de la realidad, estaba asustado y aún se asustó más cuando le dije que era normal y que se le iban a caer todos (“¿Qué?, ¿todos?, ¡buaaaaa!”).

Entonces tuvimos que recurrir al truco del “mal de muchos, consuelo de tontos”, explicándole que a todos los niños de su edad se les caen, que a nosotros cuando éramos pequeños también se nos cayeron y que después nos salieron unos dientes más grandes y mucho más fuertes.

Como la cosa le seguía preocupando porque temía sufrir (el miedo era más al dolor que a la pérdida), le explicamos que hay casas donde, cuando un diente se cae, se hace un regalo. Nosotros pensando que no sabía quién era el famoso ratón, personaje que no teníamos intención de presentarle porque a nuestra casa no vendrá y va él y nos dice: “Lo sé, el Ratoncito Pérez”.

No sé dónde ni cuándo lo ha conocido, aunque teniendo en cuenta que algunos de sus compañeros de clase van “mellados” hace tiempo, es posible que hayan hablado de ello en el colegio. El caso es que en ese momento nos descolocó un poco, más cuando estábamos tratando de calmar su ansiedad.

Hablamos de ese diente que viene debajo de su incisivo, ese que viene con ganas de quedarse para toda la vida, grande, fuerte y que necesita un poco de espacio. Hablamos del diente de ahora, ese que ya ha cumplido su misión, que ya ha masticado todo cuanto tenía que masticar y que ya merece un descanso infinito.

Luego volvimos al tema de la celebración, porque como “es tu primer diente, tenemos que hacerte un regalo”. Como soy del club del humor (cachondo que es uno, que no puedo evitar decir tonterías en situaciones así) le dije que le daríamos un chicle de menta. “Pero no me gustaaaaaaannnn”, dijo en un largo lamento, casi abatido y seguramente pensando que, para eso, mejor no perder su diente.

“Bueno, pues entonces un chicle de fresa”, le dije siguiendo con la (absurda para un niño) broma. “Valeeeee, pues un chicle de fresaaaaa”, me dijo de nuevo con voz de lamento, pero contento por llegar al consenso. Entonces pensé que qué lastimica, él estaba preocupadísimo por perder una parte de su cuerpo que llevaba con él seis años, él temía por la posibilidad de que le doliera el desprendimiento, y va el idiota de su padre y le dice que lo celebrará regalándole un chicle de fresa. Para que luego digan que los niños lo quieren todo. Bien, es posible, pero Jon, al menos él, parece que no, de momento, no.

Arreglé el momento diciéndole que, como era su primer diente, en vez del chicle podríamos regalarle algo mejor, algo como un Lego, frase que pareció hacerle más gracia que las previas. Entonces empezaron a hablar él y Miriam sobre ratoncitos coleccionistas de dientes que hacen collares con ellos, porque el Sr. Pérez, a nuestra casa, no vendrá.

No lo hará porque queremos regalarle nosotros algo el día que se le caiga su primer diente, no vendrá porque es un ratón, un personaje de cuento que, para no existir, es mucha la admiración que los niños le profesan. Nosotros preferimos que el regalo sea nuestro, de mamá y de papá: un juguete y mil besos. Y con el diente, pues hacemos lo que él quiera. Quién sabe, igual se lo quiere guardar de recuerdo.

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